Otras notas sobre la mitología japonesa

Características elementales

Los kami, corporalmente, son como los humanos, con todas las cualidades y defectos que estos poseen. Los dioses suelen presentar dos caras, una pacífica y benévola, y otra colérica y dañina. Si bien todos los kami pueden producir el mal, como consecuencia de sus acciones, no existe ninguno que sea intrínsecamente maligno.-

 La categoría de seres malvados por su propia naturaleza residen en los infiernos, y no pertenecen propiamente al ámbito de los kami, aunque puedan vivir en los mismos lugares.

Los “demonios” u oni personifican las epidemias, los terremotos, las inundaciones y otras catástrofes, pero, como hemos dicho, estos sucesos también pueden ser causados por los kami. Por otra parte, los kami no son omniscientes, es decir, no poseen un conocimiento absoluto: los que están en el Cielo no saben lo que pasa en la Tierra. Para enterarse tienen que valerse de mensajeros. Tampoco conocen el porvenir, y tienen que recurrir a prácticas adivinatorias para preverlo.


Agrupaciones temáticas de dioses

Dioses de los astros

Sobre la multitud de los dioses de la religión shinto, la diosa del Sol, Amaterasu, ocupa indiscutiblemente el primer lugar. Los japoneses la veneraron, y la veneran, no sólo como el astro que les da calor y madura sus cosechas, al que saludan cada mañana batiendo palmas, también la adoran como deidad espiritual y antepasado de la familia imperial.

El templo principal de Amaterasu está en Ise, y en él se conserva el espejo sagrado, que es el shintai de la diosa del Sol, es decir, el objeto en el cual entra el espíritu de Amaterasu para asistir a las ceremonias del culto y escuchar las plegarias de los fieles. En el recinto del templo de Ise hay siempre multitud de gallos, a los que, como anunciadores de la aurora, se considera consagrados al Sol.
El dios de la Luna, creado por Izanagi al lavarse el ojo derecho, es Tsuki-yomi, cuyo nombre, literalmente, significa “contar los meses”. Evidentemente, esta denominación hace referencia al primitivo calendario japonés, que, como en otras culturas antiguas, era de carácter lunar. En un dios masculino, que también es venerado en Ise.

El dios de las estrellas, Amatsu-Mikahoshi (“la augusta estrella del Cielo”), no aparece citado en las primitivas leyendas. Cobrará más importancia, cuando, bajo la influencia de los mitos chino y budista, se confundirá con la estrella polar, Myôken, en sánscrito Sudarsana.

La leyenda de la conjunción anual de las estrellas del Boyero y la Tejedora sobre la Vía Láctea, llevada al Japón en el reinado de la emperatriz Kôken (hacia 750 d.C.), se aprovechó para instituir la fiesta de Tanabata, que se celebra la séptima noche de la séptima luna.



Dioses meteorológicos

De los dioses de la Tormenta y del Trueno, el primero es, lógicamente, Susano, que también figura asociado a los ritos agrarios. También recordamos que las narraciones primitivas citan a los dioses del Trueno, en el episodio de la muerte de Izanami: los ocho Truenos daban guardia a su cadáver y persiguieron a Izanagi. Sin embargos, estos Truenos, más que fenómenos atmosféricos, según algunos autores representarían los ruidos subterráneos, tan frecuentes en un país volcánico como Japón.

También es dios del drueno Take-Mikazushi, que los dioses enviaron para acabar con una “rebelión” en Izumo. Los árboles hendidos por los rayos (kaontoki-noki) se consideran sagrados y está prohibido talarlos.

En los templos dedicados a Kami-Nari, “dios del rugido del Trueno”, el shintai es una espada, símbolo del rayo.

La lluvia tiene dos deidades principales: Taka-Okami, que reside en las montañas, y Kura-Okami, que habita en los valles; esta última dispone de la lluvia y de la nieve. El ceremonial de la época Engi (901-922 d.C.) enumera los ochenta y cinco santurarios a los que, en caso de sequía, enviaba el emperador a sus emisarios para hacer rogativas a los dioses de la Lluvia, lo cual indica su importancia.

Del aliento del dios Izanagi nació el dios del Viento, Shina-Tsu-Hiko, y para disipar la niebla que cubría la Tierra, el mismo dios creó la diosa Shina-to-Be. El santuario de los dioses del Viento está en Tatsuta. El ryôbu-shintô, especie de sincretismo entre el budismo y el shintoísmo, representa al dios del Viento con una faz horrible, llevando a la espalda un enorme saco en el que encierra los vendavales.

El dios de los Terremotos no figura en la primitiva mitología; hacia el año 600 fue instituido el culto de este dios, Nai-no-Kami, después de un terremoto que asoló varias islas del Japón.


Dioses de las montañas y de las aguas

De las montañas divinizadas por la mitología japonesa, la más venerada es, evidentemente, el volcán Fuji. En su cumbre existe un santuario que atrae a numerosos peregrinos. En la antigüedad estaba prohibida a las mujeres la ascensión a la montaña. Además del Fuji, existen otras muchas montañas sagradas, con templos dedicados a sus dioses.

El dios principal es O-Yama-Tsu-Mi, “el señor de las Montañas”, que nació cuando Izanagi cortó en pedazos al dios del Fuego, en castigo por haber causado la muerte de Izanami.

oyamatsumi

Los ríos tienen también sus dioses, con se designan con el nombre genérico de Kowa-no-Kami, aunque cada río tiene además su dios particular.

Las fuentes y los pozos tienen también sus dioses, algunos de carácter maléfico; por ejemplo, el enano Kappa, valiéndose de sus artes mágicas, atrae a los humanos al fondo de las aguas, para ahogarlos.

Existen multitud de dioses del mar. El más poderoso es O-Wata-Tsu-Mi. Izanagi, al lavarse de las impurezas infernales, creó a varios dioses del mar: el dios del Fondo, el dios de las Aguas Medias y el dios de la Superficie. El ceremonial de la época Engi menciona un templo al dios del Mar en la provincia de Harima.

Cuando las doctrinas del Ryôbu-shintô se propagaron por Japón, el dios del Mar quedó confundido con el dios hindú Varuna, con el nombre japonés de Suitengu, protector de los navegantes, que tiene santuarios en casi todas la ciudades.


El dios del Fuego y los dioses de los caminos

Ya hemos visto que el dios del Fuego abrasó a su madre Izanami al nacer, y su padre le descuartizó con su espada. En las plegarias se le invoca con el nombre de Ho-Musubi, “el que provoca el fuego”. En el Ryôbu-shintô se convierte en el dios del monte Atago, cerca de Kyôto. Dos veces al año, los sacerdotes celebran en el palacio imperial unas ceremonias para apaciguar al fuego y alejarlo de la mansión del soberano. El ritual de los santuarios prescribe un fuego “puro”, que los sacerdotes consiguen frotando dos trozos de madera del bosque de Hinoki, o golpeando un pedernal con un trozo de acero. Con este fuego, que los sacerdotes conservan en sus casas, se preparan las comidas del emperador.

Las narraciones antiguas también mencionan infinidad de los dioses de los caminos: el dios de las Sendas Extraviadas, el dios de las Encrucijadas, el dios de los Caminos prohibidos... De estos dioses el que evita los accidentes a los caminantes es Sae-no-kami. Estos dioses no tienen santuarios. Dos veces al año, a la entrada de las ciudades o en el cruce de los caminos se celebran ceremonias en su honor.


Dioses silvestres y dioses domésticos

Entre los dioses nacidos de Izanagi e Izanami, se cuentan los dioses silvestres.

El Kojiki menciona la diosa de las Hierbas, la de las Praderas, el dios de los Troncos de los ábroles, el Protector de las hojas, y muchos más. Además, cada árbol tiene su dios particular. Los árboles más notables por su longevidad, o la belleza de sus formas, o su desarrollo, son venerados y adornados con una cuerda de paja trenzada, de la cual penden unos carteles que indican al caminante la condición sagrada del árbol. Delante del árbol sagrado, o en su tronco, existe un espacio concreto en la que depositan sus ofrendas los fieles. La especie de árboles más venerada es el Sakaki, por el ser que los dioses eligieron para colgar el espejo ante la gruta de la diosa del Sol.

A Inari, dios del arroz, se le rinde culto como deidad que garantiza una abundante cosecha, pero también como protector de la prosperidad en general, y en condición de tal, sobre todo, por los comerciantes. El emisario de Inari es el zorro, y dos imágenes de este animal flanquean la efigie de Inari en todos sus santuarios. En la antigüedad también se consideraba a Inari protector de los fabricantes de espadas, aparte de los comerciantes y de los cultivadores de arroz.


Las piedras y las rocas también son objeto de veneración.

Entre los dioses domésticos figuran el dios que vigila el trabajo, llamado Ebisu, la diosa de la comida, Ogetsu-no-hime, estrechamente vinculada a Inari, la princesa de la buena comida, que se venera en el santuario de Geku (uno de los más importantes después del de Ise), los dioses del Hogar, el dios de la Puerta de Entrada, Kamado-no-kami, dios de las cocinas, el dios del Horno, el dios del Caldero, el dios de las Habitaciones de Aseo, etc.

Otra categoría importante son las figuras históricas o semihistóricas divinizadas, especialmente los emperadores y emperatrices. Una de ellas es el emperador Ojin (muerto hacia 394), famoso por sus hazañas militares y que fue deidificado posteriormente con el nombre de Hachiman, dios de la guerra. En numerosas regiones del Japón aún se conserva la costumbre de que los jóvenes celebran su mayoría de edad (a los veinte años) con un ritual en uno de los múltiples santuarios consagrados a Hachiman, especialmente el de Usa. Otra figura similar es la llamada emperatriz Jingô, divinizada por sus victorias militares en la península de Corea, y que tiene su principal templo en Sumiyoshi.

Esta elevación también podía realizarse mediante otros cauces. Así, desde el siglo XI fue común dirigir plegarias (por ejemplo, para solicitar la lluvia) a los gobernantes recientemente fallecidos, utilizando las mismas rogativas que las empleadas con los kami.

El emperador eijMi, muerto en 1912, y su esposa, también han sido deidificados.



El infierno y los demonios

Como hemos visto, bajo la Tierra están los Infiernos y el reino de los muertos (el “País de las Tinieblas”). En este reino se puede penetrar bien a través de la vertiginosa pendiente que se halla en la provincia de Izumo, bien a través de un abismo que se halla en cerca de las orillas marinas.

En cualquier caso, en las más antiguas tradiciones mitológicas japonesas el infierno no parece tener un lugar especialmente destacado. Las primitivas creencias sobre la muerte tampoco se hallan muy especificadas, como si el sintoísmo tuviera horror al concepto del “no-ser”. Y por supuesto, la idea de recompensa o castigo después de la muerte se desconocía absolutamente en el Japón, hasta que el budismo la introdujo.


Sin embargo, a partir de este punto, se desarrollo un concepto de infierno muy parecido al mundo cristiano de la condenación, a donde van a parar los pecadores: el reino subterráneo de Jigoku, que está compuesto por ocho regiones de fuego y ocho de hielo.

El soberano de Jigoku se llama Enma-ho, y juzga las almas de los pecadores varones, asignándoles tras el juicio a una de las dieciséis regiones de castigo según el carácter de sus ofensas. La hermana de Enma-ho juzga a las pecadoras, según el mismo procedimiento. Como parte de este proceso, el pecador ve reflejados sus pecados en un enorme espejo, y las almas pueden salvarse mediante la intercesión de los Bosatsu o Bodhisatvas.

Otras clase de demonio que se encuentra en Jigoku, pero también en la tierra, está integrada por unos seres llamados Oni, fuerzas malignas responsables de todas las desgracias, como las enfermedades y las hambrunas, que también pueden robar almas y tomar posesión de personas inocentes. Aunque se considera a algunos Oni dotados con la capacidad de asumir forma humana o animal, o ambas, la mayoría resulta invisibles a los ojos humanos. Los adivinos, las sacerdotisas y las personas especialmente virtuosas pueden detectar a veces a estos demonios.

Antiguas explicaciones xenófobas insistían en que los Oni eran originalmente extranjeros que llegaron a Japón desde China, junto con el budismo.



Mitos budistas

El shintoísmo ha convivido con el budismo durante 1.500 años en el Japón, y con la influencia recíproca de ambas religiones, deidades shinto han adoptado formas budistas: por ejemplo, al dios de la guerra, Hachiman, también se le conoce como un Bosatsu, es decir, una encarnación de Buda (del sánscrito Bodhisattva). La mezcla de enseñanzas budistas y sintoistas también se conoce en muchos casos como Ryobu-Shinto, o “doble sintoismo”. Sin embargo, también existen numerosos Bosatsu que guardan poca relación, o ninguna, con el sintoísmo, y cuyos orígenes se remontan a China y, en última instancia, al norte de la India, cuna del budismo.

Entre las deidades más importantes destacan tres figuras que han tenido gran peso en la tradición popular: Amida, Kannon y Jizo. Amida-butsu (“Buda”), que deriva de la figura sánscrita Amitabha, es un Bodhisattva que demoró voluntariamente su propia salvación (es decir, su entrada en el nirvana) hasta que se hubieran salvado todos los seres humanos. Constituye el personaje central de las sectas de la “Tierra Pura” (Jodo-shu y Jodo-shinshu), basadas en la creencia de que, invocando a Amida en el momento de la muerte, los fieles pueden renacer en una hermosa “Tierra Pura” donde todos se verán libres del dolor y la necesidad hasta estar preparados para la Iluminación Final.

A Kannon, equivalente de la china Guan Yin y del indio Avalokithesvara, se le rinde culto bajo diversos nombres. Es el Bosatsu a quien acuden los creyentes en busca de misericordai y consejo, protector de los niños, las parturientas y las almas de los muertos. Una de sus manifestaciones más populares es Senju Kannon, o el “Kannon de los mil brazos”, todos ellos tendidos compasivamente hacia quien lo adora. En la iconografía japonesa se le suele representar con un Amida en miniatura sobre la cabeza, pues se le consideraba compañero de este Buda.

Jizo también guarda relación con los niños, sobre todo con las almas de los difuntos. En todo Japón, existen pequeños Jizo-yas, o templos consagrados a esta divinidad, pero es asimismo protector de quienes padecen dolor, y se le cree capaz de redimir las almas del infierno y devolverlas al Paraíso.



MITOS JAPONESES.

EL SHINTO

El animismo fue el primer estadio religioso del Japón.

Esta mística de la naturaleza, en la que no hay dogma ni existen diferencias entre los dioses, los humanos, los animales, las plantas y la materia inanimada, es una doctrina de meditación, de conocimiento de la unidad universal.

El Shintô proclama la necesidad de la pureza y la exigencia de la sinceridad.

La pureza supone la eliminación de la contaminación por la sangre, por la muerte, por los alimentos impuros, y se logra a través de los ritos purificadores del imi (abstinencia), el misogi (baño frío) y el harai (el rito oficiado), que alcanza su máximo en las fiestas semestrales del 30 de junio y del 31 de diciembre, en los días del O-harae (Gran purificación).

El Shintô (Shin, dioses; tô, camino = camino de dioses) fue recogido en una colección de textos (shinten) finalmente, en el siglo VII, en una versión depurada que se transmitió oralmente hasta principios del VIII, cuando la emperatriz Gemmyo hizo que Yasumaro recogiera de la memoria de Hieda el contenido del relato, y lo escribiese, dando al conjunto el nombre de Kojiki (Crónica de los tiempos antiguos) en tres libros, más una historia nacional, el Nihongi, o Nihon Shoki (Crónica del Japón).

Esta doctrina sintoísta renovada, por propugnar la obediencia al orden, al emperador, terminó por ser la doctrina oficial y la enemiga del budismo en el período de recuperación de la autoridad imperial, de 1868 a 1872.


En el primer libro del Kojiki están contenidos todos los relatos mitológicos; en el segundo libro se cuenta la historia legendaria del Japón, desde el siglo VII al siglo IV (a. C.); mientras que en el último libro, la crónica se hace más histórica, por proximidad temporal, abarcando desde el siglo IV hasta principios del VII.

Estos libros, escritos por Yasumaro en un japonés arcaico, hoy en día son de difícil lectura; no es el caso del Hihomgi, que fue redactado en el idioma importado por los nobles, en chino, y que se trata de un texto mucho más extenso y elaborado al gusto de la corte, en el que también se mezclan los orígenes legendarios y los mitos ancestrales con las páginas de la historia real, pero apartándose bastante del Kojiki en sus exposiciones mitológicas.

El Kojiki expone la creación simultánea del Universo y de tres divinidades invisibles: Centro del Cielo, Augusto Creador y Divino Creador.

En el período de formación de nuestro mundo, sobre su masa aún informe, brotaron otras divinidades invisibles celestes, nacidas del primer brote de junco.

Luego, de la tierra aún caliente empezaron las siete generaciones de la era divina con el Eterno de la Tierra y el Brote Fértil, que se complementaron más tarde con la aparición de las divinidades hermanas, masculina y femenina del barro y de la arena, de la semilla y de la vida, los hermanos y señores del Gran Palacio, los hermanos divinos de la adoración, y los hermanos precursores Izanagi e Izanami, los padres de Hiru-Ko.

Estos dioses no lo son propiamente, pues el Shintô no reclama para ellos ningún culto, sino que son la explicación mítica a unas fases supuestas de formación del Universo, hasta llegar a la aparición de los primeros pobladores legendarios de la tierra, a los hermanos Izanagi e Izanami.



INVITADOR E INVITADORA

Izanagi e Izanami descendieron un día a la superficie de la tierra, construyendo primero una columna celestial y, a su alrededor un palacio. 

Después comenzaron a girar en sentido opuesto en torno a esa columna hasta encontrarse, pero Izanami dijo palabras de amor a Izanagi en primer lugar, mientras giraban a su alrededor y de aquí procede la tradición japonesa de la noche de bodas en la que debe ser siempre el varón el primero en hablar.


El hijo de ambos, HiruKo, nació débil en demasía y fue abandonado a las aguas en una balsa; después tuvieron una hija que tampoco les satisfizo, y que convirtieron en la isla Awa que está en la costa de Osaka.

Poco contentos con aquellos dos primeros hijos, fueron al Cielo a consultar con las divinidades, quienes concluyeron que aquellos nacimientos habían sido nefastos porque Izanami había hablado antes que el varón.

De nuevo en la tierra, repitiendo la ceremonia correctamente, ya que Izanagi fue ahora el primero en decir las palabras de amor, tuvieron los catorce hijos que formaron las ocho grandes islas y las seis menores de Japón.

Tras haber creado las catorce islas, dieron vida a las diez divinidades:

O-wata-tsumi , dios del mar;

al matrimonio Hayaaki-tsu-iko y Hayaaki-Tsu-hime, dioses de los ríos padres de los ocho dioses del agua; Shima-tsu-hiko, dios del viento;

Kukuno-chi, dios de los árboles;

O-yama-tsumi, dios de las montañas, y Kayanu-hime, diosa de los llanos, padres de otros ocho dioses de la tierra;

al dios Ameno-tori-bune; O-getsu-hime, diosa de los alimentos;

Kagu-tsuchi, dios del fuego, el último de los diez hijos divinos.

Pero la creación de Kagu-tsuchi fue horrible para Izanami, quien, devorada por el fuego cayó postrada en terrible y mortal agonía de la que nacieron el dios y la diosa monte-metálico, el dios y la diosa del barro, el dios de la cosecha y la diosa serpiente de agua.



LA IRA DE IZANAGI

Al ver morir a su amada Izanami de aquella terrible manera, el marido divino echó a llorar desconsolado, pero las lágrimas del viudo Izanagi todavía servirían para dar vida a la diosa del llanto.

Pasado aquel primer momento de desconsuelo, Izanagi se encolerizó con el hijo que fuera causa de la muerte de Izanami y cortó la cabeza del Espíritu del Fuego con su espada, acabando con su vida, pero haciendo también el doble prodigio de que su sangre diera vida a otras ocho nuevas divinidades, del fuego, de las rocas, triturador de las raíces, triturador de las rocas, de la lluvia, del sol, del viento, de los valles, y que de las partes del Espíritu de Kagutsuchi - el Dios del Fuego - se hiciera nacer a otras tantas nuevas divinidades de las montañas, protectoras de caminos, de laderas, del refugio, de la oscuridad, de los bosques, etc.

Pero todo ello no llegaba a consolar al doliente Izanagi, que quería recuperar a su perdida esposa a cualquier precio; así que decidió descender a los infiernos, y allí la encontró; pero también supo por sus palabras que la infeliz Izanami ya había comido de la mesa del país de los muertos y que, por lo tanto, no podía abandonar jamás aquel recinto in fausto, si no fuera con la especial licencia del dios del infierno.


Con aquella promesa, Izanami desapareció en el negro interior.

Pasaba el tiempo y la amada no regresaba, así que Izanagi tomó una púa de un peine, la prendió fuego, a modo de tea, y se metió por el mismo camino por el que había visto pasar antes a Izanami.
Allí la encontró, entre los ocho dioses del trueno - de aspecto bastante terrible -, que habían nacido del cuerpo de su amada.

Izanagi quedó aterrado, más aún, al escuchar la invectiva que le lanzaba Izanami, por haberla humillado con aquella contemplación de su metamorfosis infernal.


LA HUIDA DEL INFIERNO

Al grito de la indignada Izanami acudieron los seres infernales, pero el astuto Izanagi lanzó a tiempo su corona al suelo y ésta, milagrosamente se transformó en un racimo de jugosas uvas, que los demonios, siempre hambrientos e insaciables, se detuvieron a recoger; después volvieron a correr tras él, pero Izanagi lanzó las púas que quedaban en su peine, que ahora se convirtieron en brotes de bambú tierno, y los demonios volvieron a detenerse, recogiéndolas con gula; pero los brotes se acabaron y los infernales seres siguieron en pos de Izanagi, ahora acompañados de los ocho dioses del trueno, al mando de una horda de mil quinientos demonios que la humillada Izanami, había mandado en auxilio de sus estúpidos súbditos.

Izanagi, sin dejar de huir, blandía la espada a su espalda, matando a todo el que se acercaba demasiado, y así prosiguió, hasta llegar a Izumo, donde está la boca del infierno, en donde pudo recoger tres melocotones maduros que arrojó contra sus muchos perseguidores, consiguiendo ponerlos a todos en fuga.

Agradecido, Izanagi paró, tomó aliento y habló a los melocotones que le habían salvado la vida: " Al igual que habéis ayudado a Izanagi, ayudad a los hombres del Japón cuando estén necesitados de auxilio ".


En ese momento, los melocotones quedaron convertidos en frutos divinos.

Pero la propia Izanami se había puesto tan furiosa al ver que todos le fallaban, que ella misma salió a acabar con el que fuera su marido amado en la vida, porque ahora ya no era la esposa, sino que se había transformado en la mayor diosa del infierno, pero el veloz Izanagi supo cerrar la entrada del infierno con una enorme roca, pero no totalmente, de modo que cuando llegó Izanami, ella pudo todavía amenazarle, anunciando que se vengaría de él, matando en un solo día a mil seres humanos; pero Izanagi no se inmutó ante las tremendas palabras de Izanami y le respondió que si ella mataba a mil hombres, el haría nacer a otros mil quinientos, y tapó del todo la entrada con la divina roca, la que impide la entrada a la casa de los muertos.



IZANAGI DA VIDA A NUEVOS DIOSES

Terminada la trágica aventura del mundo subterráneo, Izanagi decidió que era hora de purificarse tras su contacto con los muertos y se fue hasta el río Voto, en Tachibana, para sumergirse en sus aguas.
De cada prenda que se quitó, nació un nuevo dios, hasta completar una docena de divinidades tan diversas como la del final del camino, de los caminantes, de los enfermos, de las dudas, de la saciedad, de las playas, del océano, de alta mar, de la resaca, de las costas lejanas, etc.
Pero también, al bañarse en las aguas del Voto, la contaminación del reino de los muertos se transformó en dos divinidades negativas, la de los ochenta males y la de los grandes males, a las que Izanagi respondió con la creación de dos dioses benignos que reparan y purifican, aparte de otros seis dioses encargados de velar por el fondo, la parte media y la superficie del mar.

Pero los más importantes dioses todavía no habían sido creados en sus abluciones, ya que fue al purificar la visión de su divino ojo izquierdo cuando dio lugar a Amaterasu, la diosa del Sol.
Al hacer lo mismo con su visión derecha, dio vida al dios de la Luna, Suki-yomi-no-Kimoto.
Al purificar su respiración, engendró al dios Take-haya-Susa-no-o, al varón por excelencia.
Orgulloso de sus hijos partenogenéticos, Izanagi les encomendó la gobernación del Cielo, de la noche y del mar, respectivamente, aunque el recién nacido Susa-no-o se puso a llorar, porque no quería el reino del mar, sino ir a la región subterránea en donde estaba su difunta madre.

Izanagi se encolerizó al escuchar tal pretensión, y al punto le echó de su lado, pero el perplejo Susa-no-o pidió a su padre la gracia de poder elevarse al Cielo, para ver, antes de partir al infierno, a su buena hermana Amaterasu.

Concedido el permiso, Susa-no-o surcó los cielos en pos de su hermana, entre los tremendos sonidos de una Tierra que se estremecía en tormentas y erupciones y que se sacudía en terremotos.



AMATERASU Y SUSA-NO-O

Al oír aquellos horribles sonidos que también subían hasta el Cielo, Amaterasu se preparó con su arco tenso y mil flechas en su carcaj, para recibir como se merecía aquella desconocida visita que se anunciaba de tal manera.

Cuando vio que el temido visitante no era otro sino su hermano, la diosa desconfió de los motivos que le llevaran hasta su reino, pues recelaba que quisiera hacerse con él.
Susa-no-o hizo muestras de su buena voluntad y explicó que lo único que deseaba era llegar hasta las profundidades de la tierra, para ver a su difunta madre, y que sólo quería despedirse de su hermana querida antes de partir.

Tras aquellas palabras, los hermanos hicieron un juramento y, de los trozos de la espada de Susa-no-o, Amaterasu forjó tres diosas; por su parte, Susa-no-o tomó los prendedores de las trenzas de Amaterasu y con ellos dio forma a cinco dioses.

Fue así como nacieron los ocho dioses fundadores de las grandes familias, siendo la imperial una de ellas, precisamente la única salida del ceñidor de la trenza izquierda de Amaterasu.

Pero Susa-no-o se sintió embriagado por el orgullo de haber sido capaz de crear más dioses que su hermana, entregándose a una loca destrucción del reino de Amaterasu, hasta el punto de que ella corrió a esconderse atemorizada, refugiándose en una cueva del cielo, tapando la entrada con una gran roca.
Al desaparecer el Sol, el Japón se oscureció y los dioses celestes se alarmaron.

Así que se reunieron en asamblea las ochenta mil divinidades, tratando de solucionar la espantosa negrura, y encontraron la forma de hacer salir a Amaterasu de la cueva, disponiendo que la diosa Amanouzume, divinidad del baile, se pusiera a danzar estruendosamente, mientras todos los dioses hablaban a voces y reían alborozados, Amaterasu, desde su escondite, no pudo evitar oír la alegría de aquella fiesta, y quiso saber la causa de tal algarabía.

Entonces le dijeron que lo hacían porque habían encontrado a una nueva y mejor diosa que cualquiera de las conocidas.

Curiosa, Amaterasu se asomó para ver a ese maravilloso ser, quedando deslumbrada por su reflejo en un espejo que habían apuntado hacia la entrada de la cueva sus compañeros divinos, entonces Tajikarao, dios de la fuerza, la asió por el brazo mientras Futotama colocaba en la entrada de la cueva la red de soga de paja de arroz, el shimenawa que había tejido previsoramente, para impedir cualquier intento de regreso al refugio.

Con Amaterasu fuera de la cueva rocosa del cielo, volvió la luz al Japón y la paz a los dioses.


SUSA-NO-O EN LA TIERRA

Paralelamente al rescate de Amaterasu, la asamblea de los ochenta mil dioses decidió dar un castigo ejemplar a Susa-no-o, arrojándolo del cielo y cortando sus cabellos y uñas a ras, castigo muy temido en aquellos tiempos.

El castigado descendió a la tierra, cayendo en el monte Torikami, en Izumo, donde se halla la puerta del infierno. Después se puso en marcha hacia un poblado y se encontró con que una pareja de ancianos, que estaba con una hija de corta edad, y lloraba desconsoladamente.

Susa-no-o les preguntó la razón de aquella pena y los ancianos le explicaron que ellos, Ashinazuchi y Tenazuchi, sufrían desconsoladamente porque esa niña era la última con vida de ocho hermanas; que las siete anteriores habían sido devoradas por el dragón de Koshi año tras año y que, ahora, volvería el dragón rojo de las ocho cabezas y las ocho colas, del tamaño de ocho montañas y ocho valles, a exigir a la octava y última de sus hijas.

El arrepentido Susa-no-o sintió piedad por aquellos ancianos y pensó un plan.

Así que les pidió la niña por esposa, afirmando que él era nada menos que el recién llegado celeste hermano de Amaterasu.

Pidió sake en cantidad al matrimonio, al tiempo que él hacía un cercado en rededor de los pozos en donde se colocarían ocho barriles de ese licor.

Llegado el dragón, y atraído por el olor del sake, se fue directamente al cercado, bebiéndoselo todo de un solo trago.

Naturalmente, el dragón rojo quedó dormido por la embriaguez y Susa-no-o no tuvo que hacer nada más que acercarse al inerte monstruo y cortar sus ocho cabezas con ocho tajos de su espada; luego, al cortar la cola, su espada tropezó con algo, que era otra espada de gran filo.

Ese arma magnífica, la espada "Kusanagi", fue la ofrenda del vencedor a su hermana Amaterasu; es una de las tres joyas imperiales y se venera en el templo de Atsuta, tras haber sido una santa reliquia en el templo de Ise; las otras dos joyas imperiales, el espejo "Yata-no-kagami" que deslumbró a Amaterasu, y el invisible collar "Yasakani-no-magatama", que lucía Amaterasu cuando fue visitada por Susa-no-o, están en el templo de Ise el uno, y en el palacio imperial el otro; lugares donde nadie, ni los sacerdotes que las cuidan, puede jamás verlas fuera de sus envolturas si quiere conservar la vida.



LA DESCENDENCIA DE SUSA-NO-O

Tras derrotar al dragón rojo, Susa-no-o se instaló en Izumo, encontrando en Suga el sitio ideal para establecerse y fundar su familia.

Una vez construido el palacio, Susa-no-o llamó venir a su suegro, el anciano Ashinazuchi, hijo de O-yama-tsumi, dios de las montañas creado por Izanagi e Izanami.

Con su joven esposa tuvo un varón, Yashima que casó con una hija de O-yama-tsumi y siguió la estirpe de su padre que llegaría, en la séptima generación, al héroe; el hombre-dios vencedor del mal y triunfador sobre todos los peligros: O-Kuni-nushi.

La historia de O-kuni-nushi está unida a la de sus ochenta malvados hermanos.

De él se afirma que fue quien consiguió la mano de la deseada princesa Yakami de Inaba por su bondad, ya que, aunque sus ochenta hermanos pretendían desposarse con ella, Yakami dejó bien claro que sólo se casaría con O-kuni-nushi por la bondad de su corazón.

Los malvados trataron de quitarse el rival de en medio abrasándole con una piedra al rojo vivo, aplastándole entre dos mitades de un árbol, disparándole ochenta flechas, pero cada vez que moría, los dioses le otorgaban nueva vida.

Y así continuaban las persecuciones, hasta que O-Kuni-nushi se refugió en el infierno, en el reino de su antepasado Susa-no-o, siguiendo el consejo de su madre, quien creía que su antepasado le ayudaría a escapar de aquella interminable persecución. Mas no fue así, ya que en el reino del infierno fue donde el joven estuvo en mayor peligro, estando a punto de ser muerto en multitud de ocasiones, la primera vez por las serpientes, pero la hija de Susa-no-o, la princesa-diosa Suseri, también enamorada del atribulado O-Kuni-nushi, le supo librar de su veneno; después Susa-no-o, que no demostraba más que sus peores sentimientos hacia el joven, trató de darle muerte entre escorpiones, avispas, escolopendras, pero siempre Suseri le protegía con un amuleto apropiado del mortal veneno.

Cuando terminaron las intrigas de Susa-no-o, O-Kuni-nushi tomó las armas sagradas de su antepasado y se lanzó triunfal en pos de sus ochenta hermanos.

Vencedor y dueño de la tierra de Izumo, se desposó con su salvadora la diosa Suseri, no sin antes haber tenido un hijo con la amada princesa Yakami.



LA ESTIRPE IMPERIAL DE AMATERASU

De la diosa y virgen Amaterasu nació un hijo, Osi-ho-mimi, al que la diosa del Sol pidió que descendiera a la tierra para gobernar en el Japón, tomando para sí el reino que tenía el descendiente de su hermano Susa-no-o, O-Kuni-nushi y que pensaba traspasar a su hijo y sucesor Kotosiro-nushi.
Pero Osi-ho-mimi no cumplió la orden divina, y se justificó ante su madre, diciéndole que el hijo que él había tenido, Ninigi, en su matrimonio con la hija de Takamimusubi, debía ser el precursor de la estirpe imperial japonesa.

Aceptó Amaterasu el cambio, y Ninigi fue enviado al Japón, en compañía de cinco dioses y con las tres joyas imperiales que le servirían para reverenciar a la diosa del Sol en cualquier momento y como prueba de su poder divino, aterrizando la corte celestial sobre el país de los juncos.

Después se dividieron, yendo los cinco dioses por su lado, para establecer el culto del Shintô, y Ninigi por el suyo, en busca de la doncella que habría de ser su esposa.

Encontró en Kasasa a la muy hermosa princesa Kono-hana-Sukuya-hime y la hizo su esposa; pero, en su primera noche, la princesa anunció que esperaba ya el nacimiento de un hijo; Ninigi no pudo aceptar que aquel hijo pudiera ser suyo y le respondió que debía ser hijo de un ser de la tierra; ante sus dudas, la princesa Kono-hana-Sukuya-hime mandó construir una cabaña, luego se encerró en ella hasta que llegó el momento de dar a luz; entonces, quemó la cabaña, jurando que si el hijo que venía no era hijo de Ninigi, pedía que el mismo fuego le diera muerte a ese niño, dando así prueba cumplida de su virtud.

Y la princesa Sukuya-hime dio felizmente a luz, no a una, sino a tres criaturas, tres hermosos varones, que recibieron, como recordatorio de la honestidad de la madre ya que el fuego no les dañó, el nombre del fuego probatorio (ho), llamándose: Ho-deri (fuego brillante), Ho-suseri (fuego ardiente) y Ho-ho-demi (fuego de brasas).


AVENTURAS Y DESVENTURAS DE HO-HO-DEMI

Ho-ho-demi ( fuego de brasas ), pidió a Ho-deri ( fuego brillante ), el anzuelo prodigioso que él usaba para pescar, y Ho-deri se lo prestó, pero con tan mala fortuna que no pescó nada y, además, perdió el anzuelo.

Vuelto a casa, pidió humildemente perdón a Ho-deri y quiso recompensarle de la pérdida sufrida, entregándole a cambio su espada. Pero Ho-deri rechazó de plano su ofrecimiento, y Ho-ho-demi se fue a la orilla del mar, apenado por haber sido el culpable de aquel desaguisado.

Oyendo su lamento, el dios Shiko-zuchi se acercó a consolarle, recomendándole que fuera con O-wata-tsumi, dios del mar, pues nadie mejor que él podía resolver su problema.

En la morada de O-wata-tsumi, Ho-ho-demi se presentó al dios del mar, pero conoció entonces a su hermosa hija, Toyo-Tama-bime, de quien quedó inmediatamente prendado, pues si grande era su belleza, mayor era su gentileza y dulzura. Por tanto, el joven hijo de Ninigi se presentó como tal y pidió al rey del mar la mano de su hija y casó con ella.

Sólo al cabo de los años, Ho-ho-demi recordó que su presencia en esa corte marina había venido motivada por el deseo de recuperar el anzuelo de su hermano Ho-deri y expuso tal deseo a su suegro. Poco tardó O-wata-tsumi en encontrarlo y menos aún en aconsejarle que fuera muy prudente con su hermano al devolverle el anzuelo, recomendándole que al entregarlo, con la otra mano detrás del cuerpo, señalase que se trataba de un anzuelo deshonrado. Tendría entonces que estar atento a las palabras de su hermano, pues expresará una serie de deseos. Si quiere cultivar en las tierras altas, establécete tú en las bajas; si quiere hacerlo en las bajas, hazlo tú en las altas, yo, señor de las aguas, las mandaré a tus tierras. Para tu protección te doy una concha de cristal y otra de madreperla para gobernar las olas. Si Ho-deri quiere tu mal, ahógale; si Ho-deri muestra su arrepentimiento, líbrale de la muerte.

Hizo Ho-ho-demi lo que su suegro le había enseñado y pronto la fortuna estaba a su lado, tanto que Ho-deri trató de darle muerte, pero las olas aplacaron su furia y Ho-ho-demi quedó de amo del territorio.

Llegó a su lado su esposa Toyo-Tama-bime, que esperaba un hijo, pidiendo un lugar oculto donde ni Ho-ho-demi la viera dar a luz.

Ho-ho-demi tuvo la indelicadeza de olvidar el deseo de su esposa, acercándose a mirarla en su retiro.

Entonces vio con espanto a la princesa hija del dios del mar en su apariencia de dragón marino.

La princesa dio a luz, pero habiendo observado que su marido la había visto transformada de aquella manera, huyó humillada de su lado, dejando a la criatura con su padre, y enviando desde el reino del mar a su hermana menor, Tama-Yori-bime, para que lo cuidara por ella.

El niño casó más tarde con Tama-Yori-bime, teniendo cuatro hijos con ella.

El menor, Toyo-mike-nu, cuando se convirtió en un hombre, dejó la tierra de su padre y se estableció en Yamato, convirtiéndose en el primer emperador de Japón, siendo conocido para la posteridad con el nombre de Jimmu-tennô

Tras esta descripción, termina la genealogía mítica y se da comienzo a la histórica en el segundo libro del Kojiki.



DIVINIDADES MENORES

O-Kuni-nushi, aunque perdió el trono del Japón, quedó convertido en dios de la Luna, después rellenó la figura del dios Daikoku, la divinidad que premiaba el amor a los antepasados, pero que ahora es dios de la riqueza, sentado sobre una buena cantidad de arroz.

También O-Kuni-nushi, como dios de lo invisible, se ocupa de vigilar que no puedan vencer las intrigas y la perversidad.

Su hijo, Kotosiro-nushi, perdió el trono del Japón, pero también fue compensado con otros honores, ya que se le asimiló a Ebisu, dios del comercio, con un pescado en la mano, o vestido de pescador.
Daikoku y Ebisu son dos de los siete dioses de la felicidad, nuevas divinidades con mezclados orígenes budistas, taoístas y populares. Junto a ellos está Hotei, en origen un santo bonzo chino.

El variable Susa-no-o, es ahora un dios de los niños, Jurôjin y Fukurokuju vienen del panteón taoísta, y son tutelares de la caridad y de la devoción.
De India llegó el guerrero Bishamon y la única diosa, Benten, divinidad de las bellas artes y patrona de los artistas.

Mientras tanto, el fundador de la familia de Okuni-nushi es ahora un buen dios del amor conyugal.
Parece ser que, en realidad, este cambio de culto fue causado por la victoria de las armas en Izumo, los inmigrantes del sur imponiendo su nueva divinidad solar de Amaterasu y la gente de Kyushu teniendo que abandonar el culto de Susa-no-o.

Seguramente, Amaterasu, para establecerse entre los fieles de Kyushu, también tuvo que enfrentarse a otra diosa agrícola anterior, la de la alimentación, Uke-mochi-no-kano, pues se cuenta que envió a una divinidad lunar, Suki-yomi, en visita de cortesía, pero el mal comportamiento de Uke-mochi hizo que la divinidad lunar no tuviera más remedio que darle muerte.



El Butsudô, el camino de Buda, entró oficialmente en Japón en el siglo VI, cuando en el año 538, Songmyong, rey tributario del señorío japonés de Paekche o Kudara, Corea, hizo llegar a la corte del emperador Kinmei una estatua de Buda y los libros en los que se narraba la santa vida de Sakyamuni.
En esa primera época Asuka de aceptación de la religión venida de la gran China, los ídolos del budismo se unieron tanto a los kami del sintoísmo, que la nueva imaginería se terminó confundiendo también en el culto, poniéndose en marcha una nueva actitud litúrgica, centrada en la incorporación a la liturgia de los héroes legendarios y de los antepasados.

Los encargados de dar forma a las imágenes del Buda japonés, los busshi, se ocuparon de crear un Mirok (Mitreya) local; de japonizar los Cuatro Reyes Celestes chinos encargados de velar por la ley budista:

La reina Maya, madre del Buddha.

Las representaciones de la Tríada de Amida (Buda de la Luz, Amitabha).

La Tríada de Yakushi (Buda de la Medicina, Bhaisajyaguru).

Las múltiples reproducciones domésticas en relieve de los oshi-dashi-butsu.

Las figuras cerámicas de los Diez Discípulos y las Ocho Clases de Divinidades.

Las imágenes de los Dos Rikishi.

Los Doce Generales Guardianes.

Los Buda de Mil Brazos, o de Once Cabezas.

Pero junto a estas devociones también están los emperadores sacralizados:

Jimmu-tennô, el primero; Sujin-tennô, el octavo, que mandó construir el santuario de Ise para venerar en él las joyas imperiales; el gran héroe imperial Yamato-takeru, hijo del décimo emperador; Ojintennô, conocido como Hachiman, decimoquinto emperador; Tenjin, divinidad humana de la escritura; los genios tengu, los sennin, los shôjo, los oni; los animales míticos raiju, baku, nuye, ema, namazu, kappa, kitsune, gami-inu, koma-inu, otsukai, etc., hasta completar el cuadro más amplio de seres divinos y dívinizados.


Finalmente, una de las escuelas budistas dio lugar a una doctrina plenamente japonesa -el zen- a partir de una idea china -el chan- que busca la identificación del individuo con el espíritu universal.
Pero el zen llegó a tomar forma propia en sus diversas vertientes o ramas, en las que primaba bien la experiencia mística, bien la reflexión.

El zen, la meditación pura, se acercó mucho más que ninguna otra forma del budismo al espíritu de su fundador, aunque también se diferenció de su tratamiento ascético, en cuanto que se convirtió muy pronto en una forma de tratar de hallar, sólo por la pretendida intuición, el control de la materia y el movimiento.


El zen trata de alcanzar el conocimiento de los misterios a través de un misticismo liberador, de una revelación o encuentro con el misterio, de una meditación sin lógica, pero con fé, como forma de huida del racionalismo, y abandonando a un tiempo cualquier intento de explicación del Universo.
Por esa simplicidad de la dedicación a una sola idea, el ejercicio individual de la introspección, del silencio, y la no necesidad de explicarse o explicar a los demás, el zen caló rápidamente entre los guerreros, entre los samurai, convirtiéndose rápidamente en una religión que era un medio que trataba de llevar a sus fieles al triunfo.

El zen se concretó en una serie de prácticas que había que realizar en una sucesión inseparable, reglas de muy fácil comprensión y sin exigencias intelectuales, para tratar de alcanzar su meta en cuatro pasos consecutivos:

Situarse en una sola idea, haciendo posible la concentración espiritual; hacer la reflexión en la paz del espíritu; conocer el placer de la serenidad; depurar de todo sentimiento la concentración, para lograr el objetivo final de la serenidad perfecta y pura, alcanzando el individuo el control instantáneo y total del poder cósmico, la unidad con la realidad universal



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